Durante el Cretácico, hace más de 75 millones de años, la amenaza no solo venía del cielo o la tierra firme. Bajo las aguas de los ríos y estuarios del continente americano, una criatura descomunal esperaba a su siguiente presa: Deinosuchus, el gigantesco pariente de los cocodrilos, capaz de abatir incluso dinosaurios. Un nuevo estudio publicado en Communications Biology reescribe su historia y nos ayuda a entender por qué estas bestias colosales aparecieron repetidamente a lo largo de la evolución.
Basado en una exhaustiva reevaluación de fósiles y un análisis filogenético ampliado, este trabajo, acompañado por una nota de prensa oficial de la Universidad de Tübingen, muestra que Deinosuchus no era simplemente un “gran aligátor” como se pensaba hasta ahora, sino un linaje aparte, un auténtico maestro de la adaptación marina que supo aprovechar las oportunidades de su tiempo.
No era un simple aligátor
Hasta hace poco, los científicos clasificaban a Deinosuchus como un primo lejano de los aligátores modernos, basándose en el parecido de su cráneo. Sin embargo, las nuevas investigaciones apuntan a que esta criatura divergió del linaje de los aligátores mucho antes de lo pensado. Su gran tamaño y adaptaciones no surgieron en paralelo a sus supuestos parientes, sino como parte de un linaje independiente que supo conquistar los hábitats costeros de América del Norte durante uno de los periodos más cálidos y húmedos del planeta.
Los fósiles de Deinosuchus encontrados en ambos lados del antiguo mar interior que dividía Norteamérica —el Western Interior Seaway— planteaban un misterio: ¿cómo pudo una criatura supuestamente de agua dulce colonizar territorios separados por cientos de kilómetros de mar salado? La clave, según el estudio, estaba en una habilidad ancestral que había pasado desapercibida: la tolerancia al agua salada.
La clave del éxito: sobrevivir en agua salada
Los investigadores descubrieron que Deinosuchus, a diferencia de los aligátores actuales, conservaba glándulas de sal funcionales, una herencia de sus antepasados más primitivos. Estas glándulas le permitían expulsar el exceso de sal de su organismo, haciéndolo apto para vivir tanto en ambientes de agua dulce como en estuarios y zonas costeras.
Gracias a esta ventaja fisiológica, no sólo sobrevivió, sino que prosperó en el cambiante paisaje del Cretácico. Esta tolerancia habría facilitado su dispersión a través del Western Interior Seaway, permitiéndole colonizar tanto Laramidia (el actual oeste de Norteamérica) como Appalachia (el este), convirtiéndose en el depredador supremo de los humedales de ambas regiones.
La reconstrucción de su árbol genealógico sugiere que esta habilidad para vivir en ambientes marinos era común en los primeros parientes de los cocodrilos modernos, y que los aligátores, al especializarse en ambientes exclusivamente de agua dulce, perdieron esta capacidad más tarde en su evolución.
Lo cierto es que Deinosuchus no fue una anomalía aislada. El estudio resalta que la evolución de cocodrilos gigantes ocurrió al menos doce veces en la historia, cada vez que las condiciones ecológicas lo permitieron. En ambientes ricos y productivos —grandes ríos, estuarios, llanuras aluviales—, el gigantismo en los cocodrilos parece haber sido la norma más que la excepción.
La nueva estimación de tamaño para este “cocodrilo del terror”, basada en un análisis filogenético de la anchura del cráneo y no solo de su longitud, sitúa a algunos ejemplares en torno a los 8 metros de longitud, algo menor que los anteriores cálculos que rozaban los 12 metros. Sin embargo, restos fragmentarios sugieren que existieron individuos aún mayores.
La lógica es clara: en un mundo con abundantes presas —desde dinosaurios herbívoros hasta grandes peces— y sin competencia directa en los márgenes acuáticos, convertirse en un coloso era una estrategia evolutiva de éxito.
Cazador de dinosaurios
Deinosuchus no se limitaba a peces o pequeños animales. Marcas de mordidas en huesos fósiles de dinosaurios de tamaño considerable indican que esta criatura cazaba o carroñeaba grandes presas terrestres que se aventuraban demasiado cerca del agua.
Con dientes del tamaño de plátanos y una fuerza mandibular temible, podía abatir a dinosaurios desprevenidos en emboscadas rápidas, oculto en los pantanos y lagunas donde reinaba como soberano absoluto.
Su especialización en ambientes costeros y su capacidad para alimentarse de grandes vertebrados reforzaron su posición como uno de los superdepredadores del Cretácico. Sin embargo, como muchos otros gigantes prehistóricos, no sobrevivió a los cambios ambientales que transformaron radicalmente el mundo hace unos 66 millones de años.
Un legado de monstruos olvidados
Su historia nos recuerda que la gigantesca biodiversidad del pasado fue moldeada por condiciones muy distintas a las actuales. El gigantismo en los cocodrilos no fue un capricho evolutivo aislado: fue una respuesta recurrente a ecosistemas ricos, estables y cálidos, capaces de sostener auténticos titanes.
Hoy, aunque quedan cocodrilos impresionantes —como los Crocodylus porosus que superan los seis metros—, la destrucción de hábitats y la presión humana han limitado sus posibilidades de alcanzar las dimensiones monstruosas de sus ancestros. Deinosuchus, en su época, fue un recordatorio viviente de que bajo la superficie tranquila de los ríos podían ocultarse horrores mucho peores que un tiranosaurio.
El estudio, liderado por Jules D. Walter, Tobias Massonne, Ana Laura S. Paiva, Jeremy E. Martin, Massimo Delfino y Márton Rabi, nos ofrece una visión renovada del mundo perdido donde los “cocodrilos del terror” dominaron con fuerza y astucia. Un mundo donde ser grande no era una excepción, sino una necesidad evolutiva.
Con información de Muy Interesante