¿Están la ciencia y la fe en conflicto?

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Foto: Archivo

La historia de la ciencia muestra que la religión cristiana no ha estado en oposición o conflicto con la ciencia, sino más bien en estrecha colaboración y entendimiento. Los principios en los que se basa el cristianismo y los atributos divinos favorecen el conocimiento humano y la investigación de la naturaleza. En el siglo XIX y en especial con el surgimiento de la teoría darwinista de la evolución, la idea se conflicto se afianzó en numerosos ambientes académicos.

Sin embargo, un análisis en epistemológico indica que el conflicto no es acerca de la evidencia que la ciencia y la religión puedan presentar, o acerca de los objetos de estudio mismo. No existe tal conflicto cuando se entienden bien la fe y la ciencia, y para ello hay que ser humildes en ambos y reconocer que no tenemos todo el conocimiento necesario para la verdad.

Pero sí existe un conflicto en cuanto a quién tiene la autoridad acerca de la verdad, especialmente la verdad final, aquella que va más allá de lo material, y un conflicto en cuanto a la existencia o no de un propósito para la naturaleza y, en particular, del ser humano.

Desde hace algunos años, las relaciones entre ciencia y fe están experimentando un acercamiento que en otros momentos parecía impensable. En mi opinión, en este proceso –proceso en el sentido de que se está desarrollando poco a poco y de manera muy sutil– han influido sustancialmente, al menos, tres factores.

El primero es de naturaleza religiosa. El prestigio impresionante de los dos últimos pontificados de la Iglesia católica, en los que se ha insistido mucho en la racionalidad de la fe y en la cuestión del conocimiento de la verdad, está dando su fruto de forma lenta pero segura.

Las catequesis, marcadas por un trazo inteligente y atractivo, que han impartido Juan Pablo II y ahora Benedicto XVI, transmiten con claridad y eficacia la idea de que la Iglesia no es una especie de gueto espiritual que nada tiene que ver con el desarrollo y los logros cientí- ficos del hombre.

Después de las experiencias tan dramáticas contra la existencia humana que hemos vivido y que aún vivimos cada día, se empieza a entender que la Iglesia es verdaderamente un garante cierto y vigoroso en la defensa del hombre ante una ciencia sin sentido que se puede volver contra el propio ser humano.

El segundo factor es la propia crisis de las ciencias experimentales que se ha producido en los últimos años del siglo pasado y principios de este. También aquí da la impresión de que un siglo XX cargado de impresionantes y devastadoras tragedias – como no se habían visto hasta ahora en la historia de la humanidad–, en el que ha jugado un papel muy relevante la ciencia con todo su arsenal tecnológico, pesa de forma abrumadora sobre la vida humana en la tierra.

Además, se ha puesto de manifiesto el hecho de que la ciencia es insuficiente para dar respuestas convincentes a los grandes interrogantes del hombre contemporáneo, que son, en gran medida, de naturaleza ética y existencial.

Al mismo tiempo, las propias ciencias se han visto cercenadas en su abordaje investigador por la propia finitud del método experimental. Esto se ha visto especialmente en las disciplinas característicamente primadas en las últimas décadas: las ciencias biomédicas. Las grandes preguntas sobre el funcionamiento del cuerpo humano y el desarrollo de trastornos devastadores, como el cáncer y las enfermedades cardiovasculares, neurodegenerativas o mentales, están todavía en muchos aspectos sin responder.

Asimismo, una de las ciencias biológicas más desarrolladas, la Neurociencia, ha puesto en la palestra que los grandes interrogantes sobre nuestro cerebro y su importancia en nuestra conducta se encuentran todavía a gran distancia de recibir respuestas esclarecedoras.

Con información de Unav