Si hace 500 millones de años hubiéramos permanecido de pie en una playa, seríamos incapaces de prever que aquel mundo iba a convertirse en el que vemos hoy. De hecho, deberíamos estar enfundados en un traje de astronauta, pues el nivel de oxígeno en la atmósfera estaba por debajo del 6% y la falta de una capa de ozono no impedía que la letal radiación ultravioleta bañara la superficie de las tierras emergidas, esterilizándolas. El paisaje, entonces, estaba dominado por altos conos volcánicos, producto de los cambios tectónicos ocasionados por la ruptura de un supercontinente.
Los primeros colonizadores de tierra firme
Tal fenómeno había dejado ensenadas de aguas poco profundas, donde la vida encontró un nicho para florecer. En ellas pululaba la jovencísima fauna del Cámbrico, lo que contrasta con la desolación que habríamos observado en tierra firme, un paisaje gris salpicado de montículos de lava negra, cubierto de escombros y rocas afiladas, surgido de la glaciación de la que acababa de salir el planeta.
No habría rastro de seres vivos, y solo hallaríamos algo de verde en los pocos estromatolitos –unas estructuras formadas por microorganismos– que perdurarían en la costa.
Pero algo estaba a punto de cambiar y, poco a poco, la vida fue tomando posiciones. Las cianobacterias fueron las pioneras que se aventuraron más allá de las aguas someras; les siguieron los musgos, hongos y líquenes, que comenzaron a cambiar el color del firme y lo prepararon para sus lejanos parientes, que llegarían después.
La primera prueba que tenemos de que las plantas empezaron a colonizar la superficie son unas diminutas esporas encontradas en rocas del Ordovícico, hace entre 485 y 444 millones de años. Poseían paredes duras y resistentes para lidiar con la escasez de agua y podían dispersarse por el aire.
Al parecer, esas primitivas plantas eran pequeñas y carecían de un sistema de vasos de transporte de nutrientes –se denominan briofitas–. Se parecían a las actuales hepáticas –llamadas así por su forma de hígado–, que no superan los 10 cm y no tienen raíces profundas. Crecen en ambientes húmedos, a la sombra, y solo un ojo entrenado puede diferenciarlas del musgo.
¿Fueron entonces las citadas hepáticas las primeras plantas? Buena parte de la comunidad científica así lo creía, pero algunos expertos ponen en duda todo este escenario.
Con información de Muy Interesante